A la sombra de las muchachas en flor – Páginas 585-586
Pero otras veces, en vez de ir a una granja, subíamos hasta lo alto de los acantilados, y allá arriba, sentados en la hierba, deshacíamos nuestro paquete de sándwiches y pasteles. Mis amigas preferían los sándwiches y se extrañaban de que yo no comiera más que un pastel de chocolate, muy historiado de azúcar al modo gótico, o una tarta de albaricoque. Y es que con los bocadillos de queso o de ensalada, manjares nuevos e ignorantes, yo no tenía nada que hablar. Pero los pasteles eran muy sabios, y muy charlatanas las tartas. Había en los primeros ciertos empalagos de crema y en las segundas unas frescuras frutales que sabían muchas cosas de Combray, de Gilberta; no sólo de la Gilberta de Combray, sino de la de París, en cuyas meriendas los comía yo. Me recordaban esos platitos de postre de Las mil y una noches que tanto distraían a mi tía Leoncia con sus <<argumentos>> cuando Francisca le llevaba, ora Aladino o La lámpara maravillosa, ora Alí Babá, El durmiente despierto, o Simbad el marino embarcándose en Bassora con todos sus tesoros. Mucho me hubiese yo alegrado de volver a ver esos platos; pero mi abuela no sabía a dónde habían ido a parar, y suponía además que eran ordinarios, comprados en la misma región. Pero eso no importaba; porque yo veía incrustarse aquellos platos con sus figuras multicolores en ese Combray champañés y grisáceo del mismo modo que estaban incrustadas en la iglesia las vidrieras de cambiante pedrería, las proyecciones de la linterna mágica en la luz crepuscular de mi cuarto, las orientales flores de botón de oro y las lilas de Persia delante de la estación y el ferrocarril del pueblo y la colección de porcelana antigua de China de mi tía en su sombría casa de señora de provincia.
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