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Archive for febrero 2010


A la sombra de las muchachas en florPágina 636

Indudablemente, para mí la faz de todas las muchachas cambió mucho de significación desde que sus palabras me dieron en cierto modo la clave para leerla, y con más facilidad aún porque esas palabras las provocaba yo a mi gusto con mis preguntas y las hacía variar como un experimentado que por medio de contrapruebas verifica sus suposiciones. Y en fin de cuentas, esto de acercarse a las cosas y personas que desde lejos nos parecieron bellas y misteriosas, lo bastante para darnos cuenta de que no tienen ni misterio ni belleza, es un modo como cualquiera de resolver el problema de la vida; es uno de los métodos higiénicos que podemos elegir, no muy recomendable, pero nos da cierta tranquilidad para ir pasando la vida y también para resignarnos a la muerte, porque como nos convence de que ya hemos llegado a lo mejor y de que lo mejor no era una gran cosa, viene a enseñarnos a no echar nada de menos.

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A la sombra de las muchachas en florPágina 603

La presión de la mano de Albertina tenía una suavidad sensual muy en armonía con la coloración rosada, levemente malva, de su tez. Con esa presión parecía que se entraba uno en la muchacha, en la profundidad de sus sentidos, lo mismo que la sonoridad de su risa, como un indecente arrullo de paloma o ciertos gritos. Era una de esas mujeres a las que gusta tanto estrechar la mano que está uno reconocido a la civilización por haber hecho del shake hand un acto corriente entre muchachos y muchachas que se encuentran. Si las arbitrarias costumbres de la cortesía hubieran sustituido esta forma de saludo por otra, habría yo mirado todos los días las manos intangibles de Albertina con curiosidad tan ardiente por conocer su contacto como la que sentía por enterarme de a qué sabían sus mejillas.

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A la sombra de las muchachas en florPáginas 588-589

Los seres que tienen la posibilidad de vivir para sí mismos –claro que estos seres son los artistas, y yo estaba convencido hacía mucho tiempo de que no lo sería nunca- tienen también el deber de vivir para sí mismos; y la amistad es una dispensa de ese deber, una abdicación personal. La conversación, el modo de expresión de la amistad, es una divagación superficial que no nos deja nada que ganar. Podemos estarnos hablando toda una vida sin hacer otra cosa que repetir indefinidamente la vacuidad de un minuto, mientras que el andar del pensamiento en el trabajo solitario de la creación artística se cumple en el sentido de profundidad, en la dirección única que no nos está cerrada y por la que podemos adelantar, aunque con mucho trabajo, es cierto, para lograr una verdad. Y la amistad no sólo carece de virtualidad, como la conversación, sino que además es funesta. Porque la impresión de aburrimiento, es decir, de quedarse en la superficie de sí mismo, en  vez de continuar los viajes de exploración por dentro de las profundidades, que no puede por menos de sentir junto a un amigo cualquiera de nosotros que obedezca a una ley de desarrollo puramente interna, esa impresión de aburrimiento, digo, viene la amistad y nos convence para que la rectifiquemos cuando estamos solos, para que recordemos con emoción las palabras que nos dijo nuestro amigo, considerándolas como preciosos dones; cuando en realidad nosotros no somos al modo de fábrica arquitectónica a la que se pueden añadir piedras desde fuera, sino árboles que sacan de su propia savia cada nuevo nudo de su tallo, cada capa superior de su follaje. Y yo me mentía a mí  mismo, interrumpía mi crecimiento en el único sentido en que realmente podía crecer y ser feliz, siempre que me felicitaba de que me quisiera y admirara un ser tan bueno, tan inteligente, tan solicitado como Saint-Loup, siempre que adaptaba mi inteligencia no a mis propias impresiones tenebrosas, que era mi deber aclarar, sino a las palabras de mi amigo, porque repitiéndomelas –haciendo que me las repetía ese otro yo que vive en nosotros y en el que descargamos con tanto gusto el peso de pensar-, me esforzaba por encontrar una belleza muy distinta de la que perseguía yo silenciosamente cuando estaba solo, pero que daría más mérito a Roberto, a mí mismo y a mi vida. En la vida que con tal amigo vivía yo me veía delicadamente resguardado de la soledad, con noble deseo de sacrificarme por él, es decir, incapaz de realizarme a mí mismo.

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A la sombra de las muchachas en florPáginas 586-587-588

Cuando se nos habían agotado los víveres jugábamos a juegos que antes me parecían tontos; juegos tan infantiles a veces como <<la torre en guardia>> o <<Al que se ría primero>>; pero ahora no habría yo renunciado a ellos por todo un imperio; la aurora de juventud que arrebolaba aún la cara de aquellas mozas, y que a mí, a mis años, ya no me alcanzaba, lo iluminaba todo delante de ellas y, lo mismo que la fluida pintura de algunos primitivos, hacía destacarse los detalles más insignificantes de su vida sobre un fondo de oro. Casi todos los rostros de las muchachas se confundían en aquel arrebol confuso de la aurora, del que aún no habían surgido las verdaderas facciones. Sólo se veía un color delicioso tras el cual era imposible discernir lo que habría de ser el perfil de unos años más adelante. El de hoy no era definitivo y muy bien podía ocurrir que fuese un parecido momentáneo con algún pariente difunto al que quiso la Naturaleza dedicar esta cortesía conmemorativa. Llega tan presto el instante en que ya no queda más que esperar, cuando el cuerpo se concreta en una inmovilidad que no promete más sorpresas, cuando se pierde toda esperanza al ver, lo mismo que se ven hojas muertas en los árboles del estío, cómo se cae el pelo o cómo encanece en cabezas juveniles, y es tan corta esta mañana radiante, que acaba uno por no gustar sino de las muchachitas muy jóvenes, en cuyos cuerpos aún está laborando la carne como preciosa pasta. No son más que una masa de materas dúctiles, trabajada a cada momento por la impresión pasajera que las domina. Parece que cada una de estas muchachas es sucesivamente una estatuilla de la alegría, de la seriedad juvenil, del mimo, del asombro; estatuilla modelada por una expresión franca, completa, pero fugitiva. Esa plasticidad presta suma variedad y encanto a las amables atenciones que con nosotros tiene una muchacha. Verdad es que también son indispensables en las mujeres, y que una mujer a quien no gustamos o que no nos demuestra que la agradamos, en seguida se nos hace fastidiosamente monótona. Pero tales atenciones, cuando ya se tiene cierta edad, no se pintan con blandas fluctuaciones en el rostro, porque éste ya está endurecido para siempre por las luchas de la existencia y será eternamente militante o extático. Hay unos que, merced a la fuerza continua de esa obediencia que somete la esposa al esposo, parecen, más que cara de mujer, gesto de soldado; otro, trabajando por los sacrificios diarios que hizo una madre por sus hijos, es rostro de apóstol. Y alguno existe de mujer que, tras muchos años de trabajos y tempestades, se le puso cara de lobo de mar y  sólo por los vestidos se conoce su feminidad. Claro que las atenciones de una mujer querida esmaltan de delicias las horas que a su lado pasamos. Pero no es ella para nosotros sucesivas mujeres diferentes. Su alegría es una cosa externa, ajena a un rostro que no muda de expresión. Pero la adolescencia es anterior a la solidificación completa, y de ahí que se sienta junto a las muchachas jóvenes esa frescura que inspira el espectáculo de formas en constante cambio, jugando en una inestable oposición que nos recuerda el perpetuo crear y recrear de los elementos primordiales de la Naturaleza que en el mar contemplamos.

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A la sombra de las muchachas en florPáginas 585-586

Pero otras veces, en vez de ir a una granja, subíamos hasta lo alto de los acantilados, y allá arriba, sentados en la hierba, deshacíamos nuestro paquete de sándwiches y pasteles. Mis amigas preferían los sándwiches y se extrañaban de que yo no comiera más que un pastel de chocolate, muy historiado de azúcar al modo gótico, o una tarta de albaricoque. Y es que con los bocadillos de queso o de ensalada, manjares nuevos e ignorantes, yo no tenía nada que hablar. Pero los pasteles eran muy sabios, y muy charlatanas las tartas. Había en los primeros ciertos empalagos de crema y en las segundas unas frescuras frutales que sabían muchas cosas de Combray, de Gilberta; no sólo de la Gilberta de Combray, sino de la de París, en cuyas meriendas los comía yo. Me recordaban esos platitos de postre de Las mil y una noches que tanto distraían a mi tía Leoncia con sus <<argumentos>> cuando Francisca le llevaba, ora Aladino o La lámpara maravillosa, ora Alí Babá, El durmiente despierto, o Simbad el marino embarcándose en Bassora con todos sus tesoros. Mucho me hubiese yo alegrado de volver a ver esos platos; pero mi abuela no sabía a dónde habían ido a parar, y suponía además que eran ordinarios, comprados en la misma región. Pero eso no importaba; porque yo veía incrustarse aquellos platos con sus figuras multicolores en ese Combray champañés y grisáceo del mismo modo que estaban incrustadas en la iglesia las vidrieras de cambiante pedrería, las proyecciones de la linterna mágica en la luz crepuscular de mi cuarto, las orientales flores de botón de oro y las lilas de Persia delante de la estación y el ferrocarril del pueblo y la colección de porcelana antigua de China de mi tía en su sombría casa de señora de provincia.

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A la sombra de las muchachas en florPáginas 574-575

Gilberta es la primera chicha de la que se enamoro el personaje al final del volumen uno y primera parte del segundo.

Si Albertina se parecía algo, en esta afición a las diversiones, a la Gilberta de la primera época, es porque hay una cierta semejanza, aunque vaya evolucionando, entre las mujeres que nos enamoraran sucesivamente, semejanza que proviene de la fijeza de nuestro temperamento, puesto que él es quien las escoge y elimina a todas aquellas que no sean a la vez opuestas y complementarias, es decir adecuadas para dar satisfacción a nuestros sentidos y dolor a nuestro corazón. Son estas mujeres un producto de nuestro temperamento, una imagen, una proyección invertida <<negativo>> de nuestra sensibilidad. De modo que un novelista podría muy bien pintar durante el curso de la vida de su héroe casi exactamente iguales sus amores sucesivos, y con eso dar la impresión de no imitarse a sí mismo, sino de crear, puesto que menos fuerza demuestra una innovación artificial que una repetición destinada a sugerir una verdad nueva. Debería anotar además en el carácter del enamorado un índice de variación que se acusa a medida que va llegando a nuevas regiones y a otras latitudes de la vida. Y acaso lograría expresar una verdad más si pintara los caracteres de todos los personajes, pero guardándose de atribuir carácter alguno a la mujer amada. Porque conocemos nosotros el carácter de las personas que nos son indiferentes; pero ¿cómo nos va a ser posible comprender el carácter de un ser que se confunde con nuestra vida, que ya no llegamos a separar de nosotros, y sobre cuyos móviles hacemos constantemente ansiosas hipótesis, perpetuamente retocadas? Nuestra curiosidad por la mujer amada se lanza más allá de la inteligencia; en su carrera deja atrás el carácter de esa mujer, y aunque pudiéramos pararnos en ese punto, ya no nos darían ganas de hacerlo. El objeto de nuestra inquietante investigación es más esencial que esas particularidades de carácter, semejantes a esos dibujillos de la epidermis cuyas variadas combinaciones forman la florida originalidad de la carne. Nuestra intuitiva radiación las atraviesa, y las imágenes que nos trae no son imágenes de un rostro determinado, sino que representan la triste y dolorosa universalidad de un esqueleto.

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A la sombra de las muchachas en florPáginas 570-571

Pero, ¡ay! Que en la flor más fresca ya se pueden distinguir esos puntos imperceptibles que para un alma despierta dibujan lo que habrá de ser, por la desecación o fructificación de las carnes que hoy están en flor, la forma inmutable y ya predestinada de la simiente. Observa uno con deleite una naricilla parecida a una menuda ola deliciosamente henchida de agua matinal y que al parecer está inmóvil y se puede dibujar porque el mar se muestra tan tranquilo que no se nota el mover de la marea. Los rostros humanos parece que no cambien cuando se los está mirando, porque la revolución que sufren es harto lenta para que podamos percibirla. Pero basta con ver junto a esas muchachas a sus madres o a sus tías para medir las distancias que por atracción interna de un tipo, generalmente horrible, habrían atravesado esas facciones en menos de treinta años, hasta la hora en que el mirar decae y el rostro que traspasó la línea del horizonte ya no recibe luz ninguna. Yo sabía que lo mismo que existe, profundo e ineluctable, el patriotismo judío o el atavismo cristiano en aquellos que se consideran más libres del espíritu de  raza, así bajo la rosada inflorescencia de Albertina, de Rosamunda, de Andrea vivían sin que ellas lo supieran, y en reserva para las circunstancias, una nariz basta, una boca saliente y una gordura que extrañaría, pero que en realidad se hallaba ya entre bastidores, dispuesta a salir a escena; igual que una vena de dreyfusismo, de clericalismo, repentina, imprevista, fatal; igual que un heroísmo nacionalista y feudal surgido de pronto al conjuro de las circunstancias, de una naturaleza anterior al individuo mismo, y con la cual piensa, vive, evoluciona, se fortifica o muere el hombre sin poder distinguirla de los móviles particulares con que la confunde. Hasta mentalmente dependemos de las leyes naturales mucho más de lo que nos figuramos y nuestra alma posee por anticipado, como una criptógama o gramínea determinada, las particularidades que se nos antojan escogidas por nosotros. Pero no somos capaces de aprehender más que las ideas secundarias, sin llegar a la causa primera (raza judía, familia francesa, etc.) que las produce necesariamente, y que se manifiesta en el momento que se desee. Y puede ser que aunque algunos pensamientos no nos parezcan resultado de una deliberación y ciertas dolencias efecto de una falta de higiene, tanto las ideas de que vivimos como la enfermedad de que morimos nos vengan de familia, como a las plantas amariposadas la forma de su simiente.

Allí en la playa de Balbec, cual en plantío donde las flores se dan en épocas diferentes, había yo visto esas secas simientes, esos blandos tubérculos que mis amigas serían algún día. ¿Pero qué importaba eso? Ahora era el momento de las flores.

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A la sombra de las muchachas en florPáginas 568-569

La había visto aquella mañana cuando se volvía casi de espaldas a mí para hablar a Gisela. Inclinaba la cabeza atrás con gesto enfurruñado, y el pelo, que llevaba echado atrás, más negro que nunca y distinto de otras veces, brillaba cual si Albertina acabase de bañarse. Me recordó un pollo que sale del agua, y aquel pelo me hizo encarnar en Albertina otra alma distinta de la que hasta entonces se ocultaba tras la cara de violeta y la misteriosa mirada. Por un instante, todo lo que pude ver de Albertina fue ese pelo brillante, y eso era lo único que seguía viendo. Nuestra memoria se parece a esas tiendas que exponen en sus escaparates una fotografía de una persona y al día siguiente otra distinta, pero de la misma persona. Y por lo general la más reciente es la única que recordamos.

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A la sombra de las muchachas en florPágina 560

Cuando volví a verme delante de Albertina, como por el mero hecho de su presencia ya era yo un ser distinto, le dije cosas muy otras de las que tenía pensadas. Luego, acordándome de la sien inflamada, pensé si Albertina no apreciaría más una frase amable que viese ella que era desinteresada. Y además me sentía un poco azorado ante algunas de sus sonrisas y miradas. Lo mismo podían significar ligereza de cascos que alegría tontona de una muchacha vivaracha, pero honrada en el fondo. Una misma expresión de cara o de lenguaje podía tener acepciones diversas, y yo dudaba como un estudiante duda delante de un ejercicio de versión griega. Esta vez nos encontramos en seguida con la muchacha alta, Andrea, la que había saltado por encima del viejo. Albertina tuvo que presentarme. Su amiga tenía unos ojos clarísimos; recordaban esas puertas abiertas que hay en un cuarto sombrío y por las que se ve una habitación toda llena de sol y de reflejos verdosos del mar radiante.

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A la sombra de las muchachas en florPágina 559

Nos separamos Albertina y yo con promesa de salir un día juntos. Había hablado con ella sin saber en dónde caían mis palabras ni a dónde iban a parar, como el que tira piedras a un abismo insondable. Es un hecho constantemente observado en la vida corriente que la persona a quien van dirigidas nuestras palabras las llena de una significación que extrae ella de su propia sustancia y que es muy distinta de aquella con que nosotros las pronunciamos. Pero si además resulta que nos encontramos junto a una persona cuya educación, aficiones, lecturas y principios nos son desconocidos (como me ocurría a mí con Albertina), no sabemos si nuestras palabras le harán más efecto que a un bicho a quien tuviera uno que explicar ciertas cosas. De modo que la empresa de intimar con Albertina se me representaba lo mismo que querer entrar en contacto con lo desconocido o lo imposible, al modo de un ejercicio incómodo como la doma de caballo y descansado cual la cría de abejas o el cultivar rosas.

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